El Cristo de piedra,
cuando amanece,
se siente más cerca del Cristo del cielo.
Con cierta frecuencia, cuando está amaneciendo, uno suele pasear por algunos rincones de Córdoba por los que su espíritu siente una predilección especial. Uno de esos espacios es la Plaza de los Dolores, donde se alza la imagen del “Cristo de los faroles”.
En esta plaza y en su entorno más inmediato (la cuesta del Bailío) se concentran, al menos así piensa uno, algunas de las esencias de la Córdoba de siglos pasados. Se trata de una plaza pequeña, rectangular, empedrada a la antigua usanza, que se muestra cercada por las fachadas y tapias de diversos edificios religiosos. Allí, cuando amanece, a la tenue luz de los faroles, este espacio se manifiesta rodeado de una soledad inmensa. Entonces, cuando “no pasa ni un alma”, absorto en sus pensamientos y contemplando la imagen, quisiera uno creer que la soledad del momento y la magia que se desprende de las paredes de los conventos quizás podrían hacer que cada amanecer el Cristo de piedra durante unos segundos pudiera tener algo de vida. Quizás la piedra fuese capaz, durante unos instantes, de captar alguna desconocida energía del amanecer y el Cristo pudiera, realmente, estar latiendo.
Esa sensación tan bella como extraña tiene, por motivos obvios, una duración efímera. El misterio solo se mantiene durante unos pocos segundos, que son los que uno ocupa en atravesar la plaza. Al momento, cuando me voy alejando, todo sugiere que la piedra vuelve a ser piedra. Posiblemente el ruido producido por mis pasos sea el culpable de que el milagro se desvanezca.
FinePix F200EXR, 6.4 mm, 9, 1/280, 100